Cristo Rey

Cristo Rey, ¿qué quieres que diga de ti? Todo en ti es alabable, hasta lo incomprensible. Tú, el bebé de Belén, el niño perdido en el templo. El carpintero que ayudaba a José y aprendía de María a guardar el vino nuevo en vasijas nuevas y a remendar los descosidos. Jesús, el amigo de los niños, que no tenía nido ni madriguera. El que invitaba con los brazos abiertos a Andrés y a Juan. El que veía debajo de las higueras. El nazareno que abría bocas en la calle y las callaba en el templo, el trotamundos que iba de pueblo en pueblo con un ansia de almas que no le cabía en el pecho. Que abrazaba leprosos y tocaba las heridas de los cojos, el que llevaba luz a los ciegos y la palabra a los sordos. El que enjugó las lágrimas de la Magdalena. Jesús, el revolucionario. Jesús, el levantador del pueblo. Jesús, el peligro público que hubieron de mantener a raya, para mantener los puestos. Jesús, pobre víctima de una trama sin escrúpulos. Ese que valía unas pocas monedas y que su sangre dio a beber a los suyos. Ese que lloró en el huerto y que expiró en el vórtice del mundo. Ese que murió por su verdugo, y por su amigo, y por el desconocido, y por ti que lees esto, y por mí que esto escribo. Él, que bajó al sepulcro. Él, que en lo alto de todos los profetas fue fin y principio. Él, que subió a los Cielos y está sentado con el Padre y desde allí sigue muriendo en la Cruz por cada uno. Él, que no descansará mientras una lágrima tiemble en alguno de sus hijos… El bebé de Belén que todo lo hizo. Esa es su corona. La corona de este Rey. Una corona de espinas trenzada con nuestro dolor y con nuestro pecado. Rey en el pesebre, Rey en los caminos, Rey en el templo y en la plaza y en el Huerto de los Olivos. Rey en la Cruz, Rey en el Cielo, Rey de reyes, Rey del Mundo, Rey por siempre… Rey mío.

Enrique González-Herrero Díaz

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