Reseña biográfica de Sor Consuelo

Índice de contenido

Presentación
Nacimiento e Infancia
Hábleme de Dios
Era como las demás
Su amor a la Virgen
Amor en el dolor
¡Estoy decidida!
Coherencia de vida
Sor Consuelo del Inmaculado Corazón de María
Ofrenda de su vida
Con María siempre

Presentación

Esta es una reseña biográfica de sor Consuelo, una enamorada de Jesús en el Sacramento y predilecta hija de María en la que también encontraremos pensamientos tomados de sus escritos donde se aprecia el esforzado empeño con que se lanzó por los caminos de la santidad, llegando a conseguir en pocos años de vida una entrega radical según su ideal de «Gastarse por Cristo». Es de gran ayuda en el camino espiritual el palpar una santidad de vida escondida en las cosas más sencillas.

Las ilustraciones son pinturas en acuarela de sor Natividad Dávoli, quien conoció personalmente a sor Consuelo, convivió con ella en la misma comunidad de Monjas Mínimas y pudo contemplar la paz con que vivió su enfermedad hasta consumar su vida el 8 de diciembre de 1956.

Nacimiento e infancia

Nemesio Utrilla y Sofía Lozano habían contraído matrimonio en la parroquia de Santa María la Mayor de Daimiel, su ciudad natal, el 21 de noviembre de 1924. El Capitán del Cuerpo de Ingenieros, fuerte, robusto; ella, además de atractiva, amable y virtuosa, uniendo a la piedad sincera admirables ejemplos de bondad, sencillez y humildad.

Poco después, el 6 de septiembre de 1925, los jóvenes esposos recibían llenos de felicidad el primer fruto de su matrimonio: una niña que venía a colmar las ilusiones de los dos, muy especialmente de su madre, quien desde el primer momento la ofreció al Señor para que más tarde, si a Él así le complacía, viviese consagrada totalmente a su servicio.

A la niña, bautizada a los ocho días de nacer, se le impusieron los nombres de María Consuelo Guadalupe, pero en casa todos la llamaban cariñosamente Consuelito.

Una segunda hija vino a aumentar el gozo del feliz hogar: Isabel, a la que después llamaron Sofía.

Bien pronto, sin embargo, el dolor iba a marcar su profunda huella en la joven familia. La esposa, Sofía, moría a los ventiséis años, cuando no hacía todavía un mes del nacimiento de su hija más pequeña.

La mano de Dios en sus amorosos designios, tantas veces para nosotros incompresibles, acababa de imprimir un giro radical en aquellas vidas. Desde entonces tendrían que estar separados: el padre se veía obligado por su profesión a pasar con frecuencia largas tempopradas fuera de casa y decidió confiar las niñas al cuidado de los abuelos: la mayor iría a vivir con los abuelos maternos y la pequeña Sofía quedaría a cargo de los abuelos paternos.

Con todo, Consuelito fue una niña normal, con aficiones y deseos semejantes a las demás niñas de su edad y un carácter simpático y alegre. A medida que crecía, exteriorizaba con gran naturalidad sus cualidades de generosidad, sana alegría, bondad y humildad. Pero en su corzón quedó viva para siempre la añoranza del amor materno. Sólo otro corazón de madre podía llenar este vacío y ella, con gran intuición, supo descubrirlo desde muy niña en la Virgen, para quien se esforzaba en ser la mejor de las hijas. En María encontraba cariño, comprensión, ayuda, consuelo. Por eso le gustaba llamarla tiernamente «mamá».

A los cinco años comenzó a asistir a una pequeña escuela frente a la casa de los abuelos, demostrando enseguida un vivo deseo de prepararse para la Primera Comunión, tanto que era extraordinario en una niña de aquella edad. Una vez terminada la clase, procuraba retrasarse con las mayores que se preparaban para tan solemne acto, porque «le gustaba mucho oír hablar del Señor», hasta que un día pidió permiso a la maestra para asistir a las explicaciones. Desde entonces se quedaba siempre, poniendo mucha atención, sin hablar ni distraerse con las otras niñas.

Sin embargo, para su primer encuentro eucarístico con Jesús, debió esperar Consuelito todavía algunos años más, hasta el 30 de mayo de 1934.

Para aquel encuentro se había preparado esmeradamente, sobre todo con una gran prontitud para aprender a amar mucho a la Virgen y para sacrificar por Ella todas las cosas que podían desagradarle. Así de la mano de María, se acercó Consuelo por primera vez a comulgar, y así, de la mano de María, siguió acercándose en adelante, cada vez con amor más intenso y más puro. Por eso la devoción a la Virgen y a la Eucaristía, estrechamente vinculadas en su vida interior, serían en adelante la luz que poco a poco iría iluminando su camino y los pilares en que había de apoyarse su santidad.

Julio de 1936 señala para la pequeña Consuelo el comienzo de una etapa dolorosa. Su padre Teniente Coronel de Ingenieros, estaba destinado en el Cuartel de la Montaña de Madrid; fue hecho prisionero y condenado a morir fusilado, logrando escapar al incendiarse la cárcel. Se le buscó por todas partes sin conseguir averiguar su paradero; entonces el comité de Daimiel decidió hacer comparecer a la niña para someterla a un interrogatorio.

-«¿Cómo se llama tu padre?».

-«José».

-«No, mentirosa, ese no es su nombre».

-«Si lo sabés ¿por qué me lo preguntáis?».

-«¿Cuál es su profesión?».

-«Zapatero».

-«¿Por qué dices eso si es militar? Si no nos dices dónde esta tu padre, te metemos en una habitación llena de ratones».

-«Podéis meterme cuando queráis ¡si yo no quepo dentro de un ratón!».

Durante aquellos años, la casa del abuelo se convirtió casi en una cárcel para los nietos, nueve en total, reunidos en ella, no pudiendo salir, salvo en raras excepciones. Esto era un suplicio para los niños, teniendo, además, prohibido el asomarse a ventanas y balcones, prohibición que todos respetaban por miedo al genio fuerte del abuelo.

Consuelito ejerció durante esta época toda su autoridad infantil entre los primos, por ser la mayor de todos, orientando sus juegos y actividades según a ella le parecía. Era, además, la única que se atrevía a asomarse por los balcones a escondidas del abuelo, lo que en varias ocasiones le costó serias reprimendas y castigos, pero ella no se dejaba intimidar.

Hábleme de Dios

Después de la guerra civil, Consuelito volvió a asistir al Colegio de la Divina Pastora, donde siguó siendo la alumna ejemplar que todos admiraban. El Padre Marcial García, Pasionista, iba por entonces al colegio para atender a las alumnas. Un día Madre Elena Coto le presentó a Consuelito, recomendándola como una joya espiritual merecedora de cultivo; desde entonces empezó a confesarse y a ser dirigida por él.

En cierta ocasión, las alumnas del colegio habían ido de excursión al Santo Cristo de la Luz, Santuario contiguo al convento de los Pasionistas. El Padre Marcial advirtió que Consuelo se quedaba junto a él mientras las demás niñas bailaban y jugaban:

-«¿Por qué no vas a bailar con tus compañeras?».

-«Padre, déjelas que se diviertan; usted hábleme de Dios».

Y Dios, que la quería toda para Sí, fue guiando invisiblemente su camino.

Había asistido Consuelo, con gran interés, a un curso de preparación para el Bachiller, sobresaliendo entre los demás alumnos por su aprovechamiento. Sin embargo, con gran sorpresa de todos, el examen de ingreso no dio el fruto esperado: una omisión involuntaria al pasar a limpio su ejercicio se tradijo inevitablemente en un suspenso. Ella reaccionó digna y ejemplarmente, aunque sin ocultar la decepción sufrida ante tal experiencia.

A veces se sirve el Señor de cosas pequeñas para dar grandes lecciones. Y Consuelo comprendió: en adelante pensaría sólo en Dios, en Él, que es justo y nunca se equivoca.

Quiero ser Ángel de la tierra para pagarte en cánticos de amor y gratitud tus infinitas bondades.

Era como las demás

Aunque daba una primera impresión de seriedad, Consuelo era alegre y muy jovial; muy franca, pero al mismo tiempo correcta, discreta y prudente; hablaba sencillamente con todos, y si le gustaba una broma la seguía.En el trato con sus compañeras y amigas era simpática, muy buena y generosa.

Un día, al volver de la iglesia de los Pasionistas, se encontró con unas amigas una de ellas después hermana suya de religión. Ella, contemplando a Dios en la blancura de la nieve que las rodeaba, comenzó a cogerla y a tirarla en pequeñas bolas a sus compañeras, y entusiasmada decía:

«¡Qué será Dios!» «¡Qué será la pureza!».

En casa atendía solícitamente a la abuela, paralítica desde hacía varios años, asumiendo las responsabilidades del hogar con buen sentido común. Le gustaba además ayudar en los trabajos domésticos más humildes: fregar los suelos, lavar las prendas más grandes y costosas… Tenía para con todos un corazón de oro: rico en sensibilidad humana y vibrante de afectos, abierto al amor divino y comprensivo para el amor al prójimo.

El descanso veraniego era para D. Nemesio ocasión de tener junto a sí a sus hijas, a quienes introducía en la vida social propia de su ambiente. Consuelo participaba con mucho éxito en los bailes y reuniones de sociedad, mas todo esto no le hacía abandonar su vida espiritual: asistía diariamente a la Santa Misa y hacía la Visita al Santísimo, transcurriendo largos ratos en oración; por la noche, antes de acostarse, permanecía mucho tiempo de rodillas, con la luz apagada. Su alma tendía con fuerte impulso hacia Dios, el único que podía llenar todos sus anhelos. Por eso, porque llevaba en su corazón el ansia de lo infinito, las cosas bellas despertaban en su interior nostalgia del Cielo, nostalgia que sentía muy viva a la vista de las embarcaciones adentrándose en el mar.

Durante esta época, Consuelo, sin dejar su vida espiritual, alternaba un poco más en el círculo social de su rango. Lo hacía en atención a su padre, procurando complacerle en todo lo que no fuese ofensa de Dios o del prójimo, pero demostrando al mismo tiempo, que nada le hacía cambiar su resolución de consagrarse al Señor en la vida de las Monjas Mínimas. La frecuencia sacramental eucarística y la visita diaria al Santísimo le dieron luz y fortaleza para discernir y seguir firmemente la voluntad de Dios sobre ellla. Jesús en la Eucaristía fue quien encendió y avivó la llama del amor de Consuelito:

«La Eucaristía es todo para mí: mi consuelo, mi refugio, mi descanso».

En cierta ocasión D. Nemesio compró a sus hijas trajes y sombreros: se celebraba la boda de un empleado de la casa y quería que asistiesen a la ceremonia elegantemente vestidas. Consuelo, al principio se resistió, pero después de consultarlo con Madre Mariana de San José, por entonces Correctora del monasterio de Monjas Mínimas de Daimiel, a quien conocía desde la infancia, optó como otras veces, por dar gusto a su padre. Madre San José le había dicho además que, después de la ceremonia, le gustaría verlas vestidas de fiesta. Por la tarde fueron las dos hermanas al locutorio y Consuelo, que ya tenía clara su vocación, se expresó de esta manera:

«No puedo vivir así; es una tristeza muy grande la que me invade y no sé como desecharla, mejor dicho, sí lo sé, con una sola cosa se me quitaría: con que me dejasen ser religiosa, esposa de Jesús. Quiero entrar pronto en el convento para darme por entero al Señor, con todos los bienes que Él me dio, espirituales, materiales y corporales, pues con razón le pertenecen.»

Su amor a la Virgen

Hacia la Virgen cultivaba Consuelo una piedad particular: preparaba con ilusión sus fiestas y el mes de mayo en su honor, y rezaba a diario el Oficio Parvo y el rosario, al que fue fiel hasta el último día de su vida.

La confianza que tenía en su acción maternal era ilimitada: sabía bien que solo Ella podía guiarla hasta las más altas cumbres de la unión con Jesús. Desde muy pequeña había sentido el más entrañable amor a su madre del Cielo y a medida que iban pasando los años, esta intimidad profunda y continua con María había ido abriendo un surco cada vez más hondo en su corazón. Consuelo vivía todos los acontecimientos en clave mariana: todo por María, todo para María, todo con María, todo al modo de María, hasta llegar a escribir con acentos de auténtica ternura:

«El primer beso al levantarme para María, y el último al acostarme será para ella, pensando que me echo en sus brazos».

A modo de jaculatoria le gustaba repetir:

Madre mía, que yo sea tu alegría y Tú la mía. Madre mía yo tuyísima y Tú miísima.

Amor en el dolor

Llegó octubre de 1946: D. Nemesio, el alto oficial de brillante carrera y amante padre de sus hijas, que padecía desde joven una dolencia de corazón, se agravó notablemente. Consuelito, que amaba tiernamente a su padre, pasó día y noche junto a su lecho, atendiéndole con esmero y procurándole toda clase de auxilios espirituales. La noche de la agonía estuvo a su lado hasta el último momento, y con un Crucifijo en las manos le decía hermosas jaculatorias y frases muy bonitas, ayudándole a poner toda su mirada en Dios, sin preocuparse de nada de la tierra, a fin de preparar su alma al encuentro definitivo con Él.

El año que transcurrió desde el fallecimiento de su padre hasta su entrada en el monasterio, fue para Consuelo una época de gran sufrimiento interior. Por un lado la decisión de entregarse totalmente al Señor estaba ya tomada y su único deseo era poderla realizar cuanto antes; por otro, la necesidad de formalizar los asuntos de la familia la retenía en el mundo y los deberes y conveniencias sociales le obligaban más de los ordinario; internas pruebas de espíritu la angustiaban, el solo temor de ofender a Dios le causaba gran pena… pero ella permanecía fiel a su vida interior y sacramental y ni Jesús ni la Virgen, a la que estaba consagrada desde su infancia, podían abandonarla. En Ella, en María, puso como siempre toda su confianza:

«Mira, Madre, no tengo padres aquí en la tierra, soy huérfana; puede decirse que no tengo quien me quiera. ¿Me dejarás Tú también, Madre mía? No, ya sé que Tú no me abandonarás nunca, Estrella de mi vida…».

Los últimos meses antes de su entrada en el monasterio, los aprovechó Consuelo para prepararse interiormente con un renovado propósito de abandono a la voluntad de Dios y, sobre todo, con un amor cada vez más ardiente a Jesús y a María, amor que se desbordaba sobre las personas que vivían a su alrededor, especialmente los pobres, a quienes acogía y alimentaba socorriéndolos generosamente frente a cualquier necesidad; a veces los llevaba a casa y daba hospitalidad con gran caridad. Con el hogar abría también el corazón como verdadera amiga. Tampoco descuidó atender a la formación cristiana de las niñas, a quienes enseñaba el Catecismo en la iglesia de las Monjas Mínimas. Del grupo de pequeñas que Consuelo cultivaba, alguna fue después hermana suya en religión.

me entregaré por entero a María para que Ella me enseñe a amar al Divino Corazón.

¡Estoy decidida!

Al verla joven, de buena posición social, físicamente muy hermosa, de conversación agradable y trato sencillo y ameno, buena, generosa, dotada de grandes cualidades naturales y espirituales, muchos se admiraban de que renunciase a cuanto el mundo le podía ofrecer, para encerrarse entre los muros de un monasterio pobre, de vida tan austera.

Unos días antes dialogaba así con su tía:

-«¿Lo has pensado bien?».

«Pero ¿qué es el mundo?¿qué ofrece el mundo?».

-«Tú, joven y guapa… ¿al convento?».

«La belleza y la juventud han de ser para Dios».

Consuelo resultaba muy atractiva para los jóvenes que la rodeaban; había tenido muchos pretendientes, algunos de elevada posición social, pero ella nunca los aceptó. La misma mañana de su entrada en el monasterio, el último de ellos le telefoneó para decirle:

-«Piensa lo que vas a hacer, que es para toda la vida».

«¡Estoy decidida!».

Era valiente, muy valiente: cuando tomaba una decisión la cumplía. Y aquella decisión era fundamental en su vida: decisión de una mujer que se compromete ante Dios en un amor y en una entrega sin límites.

Llegó por fin el 8 de diciembre de 1947. A las diez de la mañana Consuelito, radiante de hermosura, llamaba a las puertas claustrales en el monasterio de Monjas Mínimas. Las había escogido porque eran las más pobres: estaba segura de su llamada concreta a la vida mínima. Y las puertas de la clausura se abrieron franqueando ante ella el umbral de la casa de Dios, por la que tanto había suspirado. Consuelo estaba como fuera de sí, rebosando felicidad.

A los pocos días de su entrada, se expresaría de esta manera:

«Parece que he estado aquí toda la vida. Es mucha felicidad esto para mí, yo no merezco tanto… Jesús y María son muy buenos para conmigo… desde hoy no les negaré ningún sacrificio; les amaré mucho, con todo mi corazón, con toda mi alma y con todas mis fuerzas; quiero gastar y consumir mi vida por Ellos… Que Jesús me conceda una caridad amplia y universal hacia todas mis hermanas…».

«Nunca pude pensar cuán dulce y suave es servir a Dios Nuestro Señor aún en esta nuestra vida mínima»

Coherencia de vida

Desde el principio de su postulantado «se la veía siempre alegre y muy centrada»; no quería distinción alguna ni en la comida, ni en los trabajos; de éstos le gustaba hacer los más humildes y costosos, procurando evitar lo que pudiese proporcionarle alabanza. Cuando la Madre no la dejaba acudir a un trabajo fatigoso, repetía su estribillo:

«Para tener una vida cómoda, me hubiera quedado en casa».

Un día el Sr. Obispo visitó en el locutorio a la Comunidad. En la conversación la Madre hizo referencia a la actividad de la postulante, a lo que ella dijo con intrepidez:

-«Yo he venido a servir y no a ser servida»

Ya desde los primeros momentos de su vida religiosa, Sor Consuelo nada negó al Señor y a sus representantes. Teniendo en cuenta su temperamento, resulta fácil comprender que algunas cosas le costasen, como el estudio del armonium, para el que se consideraba incapaz; con todo, su virtud hizo que lograra encontrarlo fácil y maravilloso, a pesar del sacrificio que suponía el estudio por el frío de aquél lugar.

Cuando empezó a tocar, Madre San José le preguntó:

-«Y ahora, ¿se alegra de haber aprendido?».

A lo que ella respondió:

-«¡Qué hermosa es la obediencia!».

«¡Es fuente inagotable de paz y felicidad!»

Sor Consuelo del Inmaculado Corazón de María

Al elegir su nombre de religión, Sor consuelo del Inmaculado Corazón de María, quiso resumir en él la misión a la que se sentía llamada, ser consuelo del Corazón de la Virgen. Las hermanas la llamarían después, más brevemente, Sor Corazón de María, nombre que casi podemos decir le correspondía por justicia, a causa de la tierna y filial devoción a la Santísima Virgen sentida desde su infancia. A su primo Filiberto, jesuita, le diría:

«Pídale a María, nuestra buena Madre, que al cambiar mi nombre por el suyo (me llamaré Sor Corazón de María), me revista de sus mismos afectos, sentimientos y quereres, para que ame y sirva a Jesús como Ella le sirvió y amó».

Jesús y María serían los dos amores de su vida.

A la Virgen confidencialmente le decía:

«Dime, Madre del alma, cómo amas a Jesús, para imitarte y quererle mucho y dar mi vida por Él; dime cómo haré para sumergirme y abismarme en su Corazón sagrado para no salir nunca de Él y consumirme en ese fuego que abrasa su Corazón».

«¡Qué alegría entregarme a Jesús para siempre! ¡Quam dulce et suave servire Domino! Ciertamente, nunca pude pensar cuan dulce y suave es servir al Señor en esta vida mínima, pobre y austera… Jesús y María son el único amor y verdad existente en esta vida; todo lo demás… mentira y vanidad. Gracias, Señor, porque me lo hiciste comprender a tiempo».

En mayo de 1950 Sor Consuelo dejaba el juniorado para pasar a vivir con las monjas profesas. El primer oficio que le dieron fue el de sacristana. Cuando le fue asignado, le costó muchísimo, porque se consideraba indigna de él; lo desempeño después con todo esmero y diligencia, sintiéndose «en continuo contacto con las cosas de Jesús».

Ella misma se ocupaba de cultivar las flores para el altar. Gozaba mucho ofreciéndoselas a Jesús en abundancia, como un símbolo de su más ardiente deseo:

«Que mi vida sea un perenne cántico de amor y acción de gracias a la bondad del Señor y un continuo holocausto por la salvación de las almas y demás necesidades de mi Santa Madre la Iglesia».

En la elección de las flores no hacía distinción; para ella todas servían, porque:

«Todas las ha creado Dios; todas son criaturas suyas».

Nunca desaprovechaba ninguna flor, aunque el tallo fuese corto, y al advertirle las hermanas que esas no quedaban bonitas, ella respondía:

«Lo que agrada a Jesús es el amor con que se las pongo».

Y al llevarlas al Sagrario decía:

«Todo para Ti, esposo mío, todo para Ti».

Preparar el copón era otro de los menesteres de su oficio de sacristana al que se entregaba con particular amor. Le gustaba dejar en él un beso para que lo encontrase Jesús al bajar a las especies sacramentales. Y es que ella llevaba muy dentro del alma lo que escribió al dorso del recordatorio de su profesión perpetua:

«Mi misión en el Claustro es la de los ángeles en el cielo: cantar tus alabanzas, bendecir tu bondad, reconocer tu grandeza, reparar ingratitudes. Quiero ser Ángel de la tierra para pagarte en cánticos de amor y gratitud tus infinitas bondades».

En la recreación era muy alegre: disfrutaba y hacía disfrutar mucho a las hermanas con sus bromas.

En el cumplimiento del deber, Sor Consuelo se dio de lleno a la más ferviente observancia. Le gustaba ser exacta cumplidora, entregada con alegría al sacrificio y a la obediencia, sobre todo en las cosas más humildes y sencillas.

Se decía a sí misma:

«No quiero exagerarme las dificultades de la perfección. Santificar la vida entera equivale a consagrar a Dios el instante actual. Sólo el presente es real y trae consigo un deber».

Y a su director espiritual escribía:

«Sí, quiero cumplir de una manera no común las cosas comunes, lejos de singularidades… ¡pero cuánta fortaleza necesito! Pídasela para mí al Espíritu Santo».

Ofrenda de su vida

Para Sor Consuelo, el sufrimiento era un medio para demostrar el amor a quien tanto había padecido por ella:

«A veces me entristezco al pensar lo mucho que Jesús y María sufrieron en la Pasión y Muerte de Cruz, y lo poco que sufro yo por Ellos. ¡Qué bueno es Jesús! ¡Qué buena es María! Ahora comprendo por qué los santos cuanto más sufrían, más querían sufrir para demostrar su amor a Jesús».

Llevada de estos sentimientos, el 22 de agosto de 1954 hizo su ofrecimiento a Dios a través de la Virgen como hostia de amor sonriente. Este mismo día, una de las monjas tuvo una visión después de comulgar: en medio del coro se levantaba una montaña. En la cumbre estaba la Virgen, abajo a un lado Sor Corazón de María y al otro la Hermana San Miguel. La Virgen extendía sus brazos hacia Sor Consuelo y esta a su vez hacia Ella.

La ofrenda había sido hecha y aceptada: María, acogiendo los deseos de aquel alma que había vivido siempre en el más puro amor hacia Ella, los había presentado a Jesús, y Jesús, tomando de manos de su Madre la ofrenda, había echado a rodar la muela el molino…

Corría el mes de septiembre de 1954. El diagnóstico de los médicos fue claro: el bultito que ella tenía en la clavícula derecha era la manifestación de un linfosarcoma maligno. Sor Consuelo contaba 29 años. Aunque no quisieron decirle claramente el resultado del examen médico, ella lo adivinó, y marchó al coro para expresar al Señor su disposición con un canto:

Señor aquí estoy

Señor, aquí estoy; grano de trigo soy segado y trillado en tus eras.

Señor, cuando quieras me puedes moler, que yo quiero ser polvito de harina.

que forma tus hostias de amor. ¡No tardes, si quieres, Señor! ¡Oh mi Dios Molinero!

Echa a andar tu molino harinero y muele la harina,

que quiero ser hostia de amor. ¡Señor!: ¡que te espero!

¡empuja la rueda, dolor! Señor, Señor, aquí estoy.

Señor, aquí estoy, aquí estoy.

(Letra de un seminarista mártir. Música del Pbro. Dr. R. Casajoana).

Partitura

La enfermedad, una vez iniciada, seguía su curso, y la palabra dada permanecía en pie. Sor Consuelo, consciente de la voluntaria ofrenda de sí misma, conservó su acostumbrada jovialidad y fortaleza, logrando no sólo agradar, sino maravillar a todos. Preguntándole una ves cómo en el dolor y en la prueba estuviera tan contenta, respondió:

«El dolor, el sufrimiento, son un extraordinario don de Dios, ¿por qué no tendría que estar contenta? Por eso doy gracias a Dios que me hace sufrir».

Los ratos en que se encontraba mejor, la enfermera la levantaba y la llevaba a la reja del coro, junto a la Hostia divina, como ella pedía. Inmersa en el misterio salvador, solía decir:

«A solas con mi buen Jesús Sacramentado y con María ¡qué bien se está!, y cuando no se está bien, también se está por su amor».

Además de los sufrimientos corporales, durante los dos años de su enfermedad, Sor Consuelo sufrió una intensa purificación espiritual que le causaba hondas penas interiores. Su única esperanza y refugio en estas horas era recurrir a la Stma. Virgen, a la que tanto amaba desde niña.

En cierta ocasión, la Madre Superiora, viendo su dolor, le preguntó:

«¿Sufre también en el espíritu?».

«No puede compararse este sufrimiento con el físico».

«¿Sufre ante el temor de que la Virgen haya dejado de quererla?».

«No, eso no; la Virgen siempre me ha querido mucho».

En la cumbre del dolor físico y espiritual decía:

«No me pesa el haberme ofrecido. La hostia está ya sobre la patena, sólo falta que el Señor acepte el sacrificio».

Soportó dolores agudísimos con gran fortaleza, sin que se quejara nunca delante de sus hermanas o de otras personas. Se estaba consumando el holocausto y la víctima permanecía enteramente entregada a la acción purificadora del Sacerdote divino.

Un día, viéndola sufrir intensamente, la enfermera suplicó en alto:

«Señor, alivia un poco sus dolores, no aprietes tanto».

Sor Consuelo, con voz superrior a sus fuerzas dijo:

-«¡Déjelo que apriete lo que quiera, para eso es el Amo; soy suya!».

El Señor consumaba con rapidez el holocausto. Sor Consuelo iba gastando las últimas gotas de su vida por el Papa, por la Iglesia, por Hungría, por las misiones, por la Federación de las Monjas Mínimas, por todos los sacerdotes… Sus mayores dolores los ofreció para que los sacerdotes fueran instrumentos aptos en manos de la Iglesia.

«Que mi vida sea… un cotidiano holocausto por la salvación de las almas y demás necesidades de mi Santa madre la Iglesia»

Con María siempre

Hasta el último momento el dolor y la renuncia acompañaron los pasos de Sor Consuelo en este mundo, viéndose privada durante sus últimos días de la compañía de la Madre Superiora y de Madre San José, a quien tanto quería, por encontrarse ambas en Barcelona, participando en la primera reunión de todos los monasterios federados. Ella misma fue el primer grano de trigo caído en el surco en favor de la naciente Federación, por la que había ofrecido tantos sufrimientos.

Aquella mañana del 9 de diciembre de 1956, Sor Consuelo había estado rezando el rosario mientras la enfermera preparaba el altarcito en su celda para recibir a Jesús Sacramentado. Apenas terminado, la oyó prorrumpir en exclamaciones de alegría y comprendió que se agravaba mucho.

La tomó entre sus brazos y comenzó a decirle la jaculatoria que ella le tenía encargada para sus últimos momentos: «¡Madre mía, yo tuyísima y Tú miísima!». En pocos minutos quedó como dormida en sus brazos; su alma voló al cielo dejando en sus labios una sonrisa indescriptible.

A María había sido ofrecida desde la cuna por su piadosísima madre; a Ella se había consagrado desde que tuvo uso de razón; Ella fue su guía y modelo durante su juventud; por mediación de María se había ofrecido como pequeña hostia sonriente; para Ella fue su último saludo sobre la tierra en el alba del 9 de diciembre de 1956; Ella acogería por fin el último latido de su corazón para presentar la ofrenda ya consumada a su hijo Jesús.

Ese había sido su afán: vivir y morir con María. Unida a Ella, Sor Consuelo logró realmente su decisión:

¡Gastarse por Cristo!

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