Uno de los iconos más conocidos, bellos y logrados del gran maestro ruso Rublev es La Trinidad de Mambré. Representa la escena que nos cuenta Gn 18, 1-15. En ella, tres individuos llegan hasta la tienda de Abrahán, y este los acoge y los sirve. Pero Abrahán sabe que estos tres individuos son Yahvé. Por eso tiene tanto empeño en agasajarlos.
El artista ruso plasma en esta escena el momento en que estos tres individuos están a la mesa, pero también está representando a la Trinidad, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Son reconocibles por el color de sus vestidos y por los signos que los acompañan. La casa simboliza a Dios Padre. El árbol es el árbol de la cruz del Hijo. Y la montaña que se retuerce hacia delante es la fuerza del Espíritu Santo. Rublev, mientras pinta una escena del Antiguo Testamento, aprovecha para representar a la Santísima Trinidad. Es algo, que, en efecto, se percibe.
Este icono, de gran belleza, no puede quedarse, de hecho, en la escena del Génesis. La Trinidad está representada en estos tres individuos, que al estar en manifiesta comunión, se hacen uno. Abrahán, a pesar del misterio, experimenta lo mismo: sabe que esos tres individuos son Yahvé, Dios vivo. Nosotros lo vemos por la disposición de las figuras, por la orientación de los cuerpos, por el triángulo que forman, pero sobre todo, por el juego de las miradas. Ninguno de los tres personajes se mira a sí mismo, sino que mira al otro, y lo hace con una mirada de amor. Y entre los tres nace la comunión, la unión verdadera.
Si somos capaces de captar la belleza del icono en sí y la belleza de lo que quiere representar, algo podremos intuir de lo que es la belleza de la comunión real que existe dentro de la Trinidad. Cada una de las personas de la Trinidad ama a las otras personas, que son diferentes, y así son un solo Dios. La Trinidad vive esta belleza de la comunión en y desde la eternidad y asírecrea la unidad, la verdad, la bondad, la belleza y la diversidad que están inscritas en la esencia de Dios. El Padre mira al Hijo como imagen suya y lo ama, el Hijo se contempla en el Padre, y el Espíritu Santo culmina la belleza de esta comunión, de este amor perfecto y eterno.
Al intentar contemplar la belleza a la que nos dirige el icono podemos pensar que la comunión trinitaria es una hermosura perfecta, pero que a nosotros los hombres, en nada nos atañe. Que no podemos entrar en la belleza de esa comunión. Sin embargo, al establecer la creación, Dios quiso hacer al hombre partícipe del Bien que quería difundir de sí mismo. Y tras el pecado del hombre, tras dar la espalda a Dios, quiso definitivamente que pudiéramos participar en la vida y en la naturaleza divina, por medio de su Hijo Jesucristo, la Palabra hecha carne (cf. Dei Verbum, 2).
Mediante Jesucristo podemos participar en la belleza de la comunión que vive la Trinidad, en calidad de hijos adoptivos. En Jesucristo se vuelve a restaurar la creación frustrada por el pecado. Dios ha querido que la segunda persona de la Trinidad, por su Encarnación, Muerte y Resurrección, eleve al hombre al amor y a la comunión trinitaria. Por tanto, en Cristo Jesús, que es el Mediador, podemos participar en esa comunión divina, que sí nos atañe.
Si por Jesucristo podemos introducirnos en la vida trinitaria, la solución estará entonces en la incorporación a Jesucristo. Por gracia de Dios, podemos formar parte del Cuerpo Místico de Cristo, cuya cabeza es el mismo Cristo. La incorporación a Jesucristo ha de ser el ideal de todo cristiano, y fue la clave de la vida de la venerable Sor Consuelo.
Cuando Sor Consuelo, en su vida y en su camino espiritual, comprendió esto, a través de lo que iba viviendo y experimentando, no deseó otra cosa. Cada oración, cada Eucaristía, cada acto de la vida comunitaria, cada sacrificio, cada penitencia, podía unirla e incorporarla en mayor medida a Cristo Jesús. Por esto, Sor Consuelo fue comprendiendo que para unirse más a Jesús debía olvidarse de sí misma, debía gastarse por Cristo, debía ofrecerse enteramente a Cristo. Esto lo vio y lo cumplió al final de su vida. Sor Consuelo no quiso andarse con medianerías: para unirse a Cristo se ofreció totalmente hasta consumirse. Ella también quería participar de este amor y de esta comunión sublime.
En poco tiempo recorrió este camino, apoyada en la gracia de Dios, y en el sí de su naturaleza limitada, que supo adaptar a la voluntad de Dios. Contaba con la ayuda de la Virgen María, a la cual tenía una grandísima devoción, pues María fue la primera criatura que se unió totalmente a Cristo, y ahora participa en la comunión trinitaria. Contaba con la ayuda de su padre espiritual, que la iba guiando en su deseo de ser santa. Con la ayuda de su comunidad. Tuvo que superar obstáculos, su carácter, su conversión, su sufrimiento, pero todo lo ofrecía, confiada en el deseo que el Espíritu Santo ponía en su corazón: unirse totalmente con Cristo, para llegar a la belleza de la comunión, que viven los santos y los ángeles con Dios.
Y hoy nosotros contamos con ella. La comunión que se vive en el seno trinitario, se reproduce, por Jesucristo, en la comunión en que viven los santos de Dios, entre los que está Sor Consuelo, y en la comunión que vivimos en la tierra, los cristianos, por el Bautismo y la Eucaristía. Cada cristiano puede caminar hacia esa unión en Jesucristo, auxiliado ahora por la ayuda que nos puede prestar Sor Consuelo. Somos muchos los que veneramos su memoria y la colocamos como intercesora en nuestras necesidades. Ella, que ya vive en esta admirable comunión, nos ayuda con su intercesión, y nos señala el camino: el secreto está en la incorporación a Jesucristo, en gastarse por Cristo. Nosotros también estamos llamados a participar en la belleza de esta comunión.
Y Dios Trino continúa, como en el icono, en esa inefable comunión, esperando a que cada hijo suyo pueda llegar a la belleza de la comunión de Amor en que vive, mediante su Hijo Jesucristo, por la unción del Espíritu Santo. Que la Virgen María y Sor Consuelo nos ayuden en este camino que todo cristiano tiene que recorrer: la incorporación a Jesucristo.
Domingo García Muñoz